Si Tan Solo Pudiéramos Escucharnos...
Pretendo, con el título, sintetizar, en una frase de deseo, la frustración que sienten los que hablan... la frustración de aquellos que interrumpen...
Con vergonzosa humildad, me atrevo a decir que, lamentablemente, si tengo que autodefinirme, pertenezco a ambos grupos.
Desde temprana edad sentía que tenía mucho para decir, pero que nadie me quería escuchar. Mi ansiedad por comunicar lo que a mí me parecía importante, me llevaba (ahora menos que antes) a interrumpir a mi interlocutor. Soy pastor, y debo confesar, que aún debo hacer un gran esfuerzo por no interrumpir a quien me habla.
Al interrumpir y "adueñarme de la conversación" termino con una amarga impresión de frustración y vergüenza, porque la charla finalizó cuando mi contraparte decidió simplemente, dejar de hablar. Al mismo tiempo, cuando me interrumpen sin dejarme expresar mis pensamientos, tengo la terrible sensación de que lo que digo, a nadie le importa. En ambas situaciones La frustración me lleva a una espiral de ansiedad, donde cada frase dicha y cada palabra escuchada me da vueltas en la cabeza, como una conversación sin final.
¿Te ha pasado alguna vez algo parecido? Tal vez no tanto ni tan seguido como a mí, pero el hecho de leer a Cristo terminar sus sermones con un "el que tiene oídos para oír, que oiga" (Mateo 11:15), me hace pensar que esto de no poder oírnos, es un mal inherente a nuestra pecaminosa humanidad.
No Hay Peor Sordo Que El Que No Quiere Oír
El problema empeora cuando estos modos los trasladamos a la discusión teológica. El subtítulo refleja una expresión que Cristo le propinó a sus detractores en uno de los tantos debates públicos que debió enfrentar: "¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra" (Juan 8:43). La mayoría de nosotros estamos, lamentablemente, programados para no escuchar. Nos cerramos al más mínimo atisbo que ponga en tela de juicio nuestras creencias ya definidas y aceptadas. Ante eso, buscamos la descalificación de la persona usando el más mínimo error, antes que debatir las ideas con contra argumentos sólidos y basados en la Palabra de Dios. "Respondieron entonces los judíos, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?" fue una de las tantas descalificaciones recibidas por nuestro Señor.
Sin duda, aquellos que deliberadamente descalifican a su oponente por ser el único recurso para rebatir, ante la falta de ideas aceptables, tienen un grave problema espiritual, y no sólo de carácter. "El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios" (Juan 8:47)
Las Malas Conversaciones…
Una de las cosas que más he notado, es que son muy pocos los pastores que conozco (y conozco a muchos) con los cuales puedo sentarme a disfrutar de un debate teológico, doctrinal o de ideas ministeriales. Creo yo, que se debe a mi mal hábito por querer interrumpir para ser oído, o porque simplemente, no creen importante el ejercicio del intercambio de ideas, creencias y opiniones. El Apóstol Pablo advirtió a los corintios que las malas conversaciones, corrompen las buenas costumbres (1 Corintios 15:33). Un amigo mío opina que tengo el "don de la brutalidad" por la franqueza sin filtro con las que a veces expreso mis desacuerdos o críticas. ¿Será que la incomodidad generada ante una actitud percibida como inadecuada, hace que la conversación sea catalogada como mala?
Sin lugar a dudas, el apóstol, calificó algunas conversaciones como malas, debido a que él sí creía en la enorme herramienta de aprendizaje que representan las buenas conversaciones. Pero… ¿A qué llamamos buenas conversaciones?
Si nos fijamos en el contexto inmediato donde aparece la expresión, nos daremos cuenta de dos cosas importantes: La primera es el tema al que se refiere, y la segunda las malas consecuencias producidas. En primer lugar, se estaba poniendo en tela de juicio la doctrina de la resurrección de muertos. Luego de aclararla, el apóstol agrega que esa esperanza es lo que lo ha llevado a enfrentar cada obstáculo en su ministerio y tener esa actitud de servicio a Cristo (v. 31,32). Inmediatamente lanza la advertencia de que así como aquella creencia lo llevó a tener la actitud adecuada ante la vida, las malas conversaciones, que en este caso, los estaba llevando a desechar la doctrina de la resurrección de los muertos en Cristo, tarde o temprano los llevaría a adoptar una mala actitud en sus costumbres o hábitos de conducta cotidiana.
Riesgosas Sí, Peligrosas No
Podemos concluir entonces, que en este contexto, las malas conversaciones son aquellas que nos arrastran a creencias o conclusiones equivocadas. ¿Son entonces peligrosas, las conversaciones?
Mariano Sigman, que tiene un doctorado en neurociencia y es un referente internacional en neurociencia de las decisiones, en uno de sus más recientes libros ("El Poder De Las Palabras") habla sobre la enorme importancia que tienen las buenas conversaciones en el aprendizaje humano. En él nos indica que las buenas conversaciones ocurren en grupos pequeños conformados por personas con una mentalidad abierta y predisposición de escuchar e intercambiar ideas (Pág.76).
Michel de Montaigne, el filósofo y ensayista francés del Renacimiento, tiene varias ideas sobre el arte de conversar, aunque no dejó un conjunto formal de principios como tal. A través de sus Ensayos, sí reveló algunas claves esenciales para una conversación enriquecedora. Estos principios se destacan por su enfoque en la apertura, la autocrítica y el deseo genuino de aprender del otro. Aquí te resumo algunos de ellos:
Escuchar activamente: Montaigne valoraba la escucha y el respeto por la perspectiva del otro. Creía que una conversación era más valiosa cuando permitía a las personas expresar sus ideas sin interrupción ni prejuicio.
Evitar la disputa: Montaigne pensaba que el objetivo de una conversación no debería ser ganar una discusión, sino comprender al otro. Argumentar y ganar por orgullo era para él un signo de debilidad y vanidad.
Ser humilde y reconocer la propia ignorancia: Para Montaigne, admitir la propia ignorancia era una señal de sabiduría. Veía la conversación como una oportunidad para aprender y descubrir cosas nuevas, sin necesidad de defender la propia posición a toda costa.
Abrirse al cambio: Montaigne creía que la conversación debía abrir puertas a nuevas ideas y cambios de perspectiva. Era importante dejar que la interacción enriqueciera nuestra visión y no cerrarnos al cambio.
Practicar la sinceridad: La autenticidad era esencial en la conversación según Montaigne. La falsedad, decía, no solo envenena la relación con los demás, sino que también nos aleja de conocernos a nosotros mismos.
Evitar la superficialidad: Montaigne prefería conversaciones profundas que tocasen temas filosóficos, humanos o existenciales. No despreciaba la charla ligera, pero creía que la conversación tenía más valor cuando llevaba a una reflexión profunda.
Aceptación de la naturaleza humana: Montaigne era comprensivo con las imperfecciones humanas, promoviendo la compasión y el entendimiento. Este principio nos ayuda a ser más pacientes y comprensivos en nuestras conversaciones.
Evitar los temas de controversia excesiva: Aunque no evitaba todos los temas sensibles, Montaigne recomendaba no entrar en terrenos donde los ánimos se caldearan fácilmente, especialmente si era probable que la conversación no llevara a ninguna reflexión o aprendizaje real.
El neurocientífico Mariano Sigman, cuyo doctorado lo obtuvo en Nueva York, pero que hizo trabajos de investigación en Francia, encontró en los escritos de Montaigne, los siguientes once principios:
No ofenderse con el que piensa distinto y abrazar a quien nos contradice.
No hablar para convencer, sino para disfrutar. Apreciar el ejercicio del razonamiento.
Hablar desde la voz propia y no de una repetición enciclopédica de citas.
Dudar de uno mismo y recordar que siempre podemos estar equivocados.
Usar la conversación como un espacio vital para juzgar nuestras propias ideas.
Valorar las ideas sólo por el impacto que causan cuando las ponemos en práctica, igual que respetamos a un cirujano por sus operaciones o a un músico por su concierto.
Conservar un pensamiento crítico vivo.
No confundir lo bello con lo cierto.
Evitar prejuicios, distinguiendo atentamente los ejemplos concretos de las generalizaciones.
Encontrar el buen orden de nuestras ideas y revisar cuidadosamente nuestros argumentos.
Reflexionar sobre lo que aprendimos del otro en la conversación.
El uso de la conversación como herramienta de aprendizaje tiene raíces profundas en la historia de la filosofía y se ha enriquecido a lo largo de los siglos, desde la Grecia Antigua hasta la pedagogía moderna. Sin embargo, debido a los propósitos formativos de la educación post era industrial (cuya influencia hemos recibido en nuestros seminarios e institutos bíblicos) el arte de aprender conversando, se ha perdido. Es un arte utilizado por los griegos desde el siglo V antes de Cristo, y presente en el contexto bíblico de "hacer discípulos".
El debate sano y profundo de conceptos teológicos y ministeriales, es clave a la hora de aprender de nuestros errores, de corregir conceptos equivocados o mejorar la toma de decisiones para optimizar el trabajo en equipo y la obra ministerial tanto en la iglesia como en el campo misionero. Sin embargo conlleva un riesgo ya planteado: "Las malas conversaciones…" ¿Qué haremos entonces? ¿Vale la pena el riesgo? Porque vemos claramente que los "grupos pequeños de discusión" (Discipulado), condujeron a la iglesia de Corinto a una división interna que Pablo discute en los tres primeros capítulos de la primer carta a Los Corintios.
En mi opinión el modelo de enseñanza más efectivo que tenemos no es el propuesto por el mundo (Control absoluto de la formación del estudiante) sino el del discipulado (libertad para expresar ideas en grupos pequeños guiados por un maestro competente de la Biblia). Pero para que el discipulado sea efectivo, es necesario incorporar una materia a nuestros seminarios e institutos de la Biblia:
"El Arte De Escuchar"
El Salmo 13 es un buen ejemplo de lo poderoso que resulta simplemente escuchar lo que el otro tiene para decir. En este salmo, David empieza con preguntas desesperadas y angustiosas (versículos 1-2), sintiéndose olvidado por Dios y acosado por sus enemigos. Pero después de expresar su dolor, se enfoca en la misericordia de Dios y reafirma su confianza (versículos 5-6). Termina con una nota de alabanza, reconociendo la bondad de Dios hacia él, a pesar de sus pruebas iniciales. Mientras tanto, Dios escucha. No necesitó que Dios le contestara para entender que debía confiar en las misericordias de Dios. Al final del salmo leemos frases de consuelo y esperanza. NO hizo falta que Dios hablara. A veces, las personas no quieren escuchar nada de vos. Sólo desean que la escuchen.
Escuchar es una habilidad que se puede y se debe aprender. Aunque escuchar pueda parecer algo natural, el escuchar realmente—con atención y empatía—requiere intención y práctica. Aprender a escuchar implica desarrollar habilidades y cualidades que nos ayudan a captar lo que la otra persona está comunicando, no solo con sus palabras, sino también con sus gestos, tono y emociones. Aquí te comento algunos aspectos clave de este proceso de aprendizaje:
Atención plena: Aprender a escuchar empieza por estar presente. Esto significa dejar de lado las distracciones y centrar toda nuestra atención en la persona que habla. La "escucha activa" implica que el oyente está realmente interesado en comprender el mensaje.
Silenciar el diálogo interno: Muchas veces, mientras alguien habla, estamos pensando en lo que vamos a responder o juzgando lo que escuchamos. Aprender a escuchar implica silenciar ese diálogo interno y enfocarse en el mensaje de la otra persona sin apresurarse a juzgar o responder.
Empatía: Escuchar bien también significa ponerse en los zapatos del otro. Esto ayuda a entender mejor los sentimientos, preocupaciones y motivaciones detrás de las palabras, lo cual enriquece nuestra comprensión.
Observar el lenguaje no verbal: La comunicación no se limita a las palabras. La postura, el tono, las expresiones faciales y otros elementos no verbales revelan mucho sobre lo que alguien siente o intenta expresar. Aprender a escuchar también implica estar atento a estas señales para captar el mensaje completo.
Hacer preguntas: Hacer preguntas muestra interés genuino y permite que el interlocutor se explique mejor. Preguntar ayuda a clarificar y profundizar la conversación, fomentando una comunicación más significativa.
Practicar la paciencia: Escuchar es, muchas veces, un ejercicio de paciencia. Esto puede implicar quedarse en silencio mientras la otra persona reflexiona o expresa algo complicado. La paciencia nos ayuda a no interrumpir ni apresurar el diálogo.
Resumir y validar: Parafrasear o resumir lo que entendimos permite a la otra persona saber que hemos estado atentos y que entendemos su punto de vista. Además, validar sus sentimientos sin juzgar crea un espacio seguro para la comunicación.
En definitiva, el escuchar puede parecer simple, pero hacerlo de manera profunda y auténtica es un arte. Es una habilidad que, cuando se cultiva, fortalece nuestras relaciones y nos ayuda a construir una comprensión más rica y compasiva del mundo que nos rodea.
Este "arte" debería estar presente en la vida de todo Cristiano, pues una de nuestras mayores fallas en la comunicación, provienen precisamente de este mal. Si tan solo pudiéramos escuchar a Dios y escucharnos entre nosotros, estoy seguro que algo cambiaría para bien.
"Por
esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo
para hablar, tardo para airarse" - Santiago
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